De por qué en este caso todo se desarrolla mucho más rápido y a la vez con muchos más chillidos me doy cuenta cuando aparece un segundo hombre en la zona de carga por detrás de los cerdos, que se levantan a trompicones, pues lo que no va lo suficientemente rápido se soluciona con electroshocks. Miro fijamente al hombre, luego al director, pero éste sacude por segunda vez la cabeza: ‘¡Oiga, ya sabe que eso está prohibido para los cerdos!’. El hombre mira incrédulo y se mete el aparato en el bolsillo.

Algo me empuja por detrás, a la altura de las rodillas. Me doy la vuelta y miro en sus dos ojos despiertos, azules. Conozco a muchos amigos de los animales entusiasmados con los ojos tan llenos de vida de los gatos, la mirada tan fiel de los perros – ¿quién habla de la inteligencia y la curiosidad en los ojos de un cerdo? Pronto voy a conocer estos ojos de otra manera: gritando mudos de miedo, apáticos por el dolor y luego sin vista, rotos, sacados de sus órbitas, rodando por el suelo cubierto de sangre. Me asalta un pensamiento penetrante que en las semanas siguientes repetiré cientos de veces: comer carne es un crimen, un crimen ...

Después, una vuelta corta por el matadero, empezando por la sala de descanso. Una ventana frontal abierta a la nave de matanza, en una hilera interminable pasan cerdos abiertos en canal colgando en cadena, lívidos y ensangrentados. Allí hay dos empleados desayunando sin prestarle atención. Bocadillos de mortadela. Sus batas blancas están manchadas de sangre, de la suela de una bota de goma cuelga un jirón de carne. El ruido inhumano, que poco después va a ensordecerme cuando me llevan a la nave de matanza, está aquí amortiguado. Retrocedo porque un cerdo abierto en canal pasa a toda velocidad cerca de la esquina estampándose contra el siguiente. Me ha tocado, caliente y flácido. No puede ser verdad – esto es absurdo – imposible.

Todo se me desmorona. Chillidos agudos. El chirrido de las máquinas. El golpeteo metálico. El hedor penetrante a pelos quemados y piel chamuscada. El vapor de la sangre y el agua caliente. Risas, llamadas despreocupadas. Cuchillos brillantes, ganchos atravesando tendones, de ellos cuelgan mitades de animales sin ojos y con músculos que se contraen. Pedazos de carne y órganos que caen chapoteando en un canalón lleno de sangre, de tal modo que el repugnante caldo me salpica. Grasientas fibras de carne sobre el suelo resbaloso. Personas de blanco por cuyos delantales chorrea la sangre, caras bajo los cascos o las gorras como las que una se encuentra en todas partes: en el metro, en el cine, en el supermercado. Instintivamente se espera una a un monstruo, pero es el abuelete simpático del piso de al lado, el jovenzuelo de la calle, el pulcro señor del banco. Me saludan amablemente. El director me enseña rápidamente la nave de matanza de las vacas, que hoy está vacía (“¡a las vacas les toca los martes!”), luego me pone en manos de una señora y se va rápidamente, tiene cosas que hacer. ‘La nave de matanza puede mirarla usted misma con toda tranquilidad’. Necesito más de tres semanas para atreverme a hacerlo.

El primer día me conceden un plazo de gracia. Estoy sentada en una habitación pequeña junto a la sala de descanso y durante varias horas pico pedacitos de carne de un cubo de pruebas, que una mano ensangrentada se encarga de rellenar regularmente. Cada pedacito es un animal. Luego hacen porciones que son trituradas, mezcladas con ácido clorhídrico y cocidas para la prueba de la triquina. La mujer me lo enseña todo. Nunca se encuentra triquina, pero es el reglamento.

 

A la mañana siguiente me convierto en parte de la enorme maquinaria de despiece. Una rápida instrucción – ‘Aquí tiene que quitar el resto del aro de la faringe y cortar los ganglios linfáticos mandibulares. A veces cuelga aún una uña en la pezuña, eso también hay que quitarlo’ – y me pongo a cortar, hay que ir rápido, la cinta transportadora sigue corriendo y corriendo. Por encima de mí despedazan a otros cadáveres. Si el compañero trabaja con mucho ímpetu o en el canalón delante de mí se acumula demasiado líquido sangriento, la papilla me salpica hasta la cara. Intento ir a otro lado para evitarlo, pero allí están despedazando cerdos con una enorme sierra que escupe agua; es imposible estar aquí sin ponerse una empapada hasta los huesos.