Quisiera hablar de los días en que sacrificaban a las vacas, de los mansos ojos castaños tan llenos de miedo. De los intentos de huida, de todos los golpes y maldiciones hasta que el pobre animal estaba preparado para recibir la descarga eléctrica en las jaulas de hierro con vista panorámica a la nave donde sus congéneres estaban siendo despellejados y descuartizados, – y entonces la descarga mortal, a continuación la cadena en la pata trasera, levantando al animal que cocea y se retuerce, mientras que en la parte de abajo ya le están separando la cabeza del cuerpo. Y lanzando chorros de sangre y sin cabeza, el cuerpo sigue encabritándose, las piernas se retuercen... Hablar sobre el ruido espantoso que hace la piel al ser arrancada del cuerpo, sobre los movimientos automáticos de los dedos del desollador al sacar los ojos de las órbitas – los ojos torcidos, rojos, saltados – y los arroja a un agujero que hay en el suelo, por el que desaparecen los “deshechos”. Hablar de la rampa de aluminio a la que van a parar todas las vísceras que son arrancadas de los enormes cadáveres decapitados y que – exceptuando el hígado, el corazón los pulmones y la lengua, aptos para el consumo – desaparecen por una especie de tragadero de basura.

Quisiera contar que una y otra vez se podía encontrar un útero preñado en esta montaña sangrienta y pegajosa; que he encontrado pequeños fetos de todos los tamaños con aspecto de terneritos completos, delicados y desnudos y con los ojos cerrados, en su protectora bolsa amniótica que no pudo protegerlos – el más pequeño era tan diminuto como un gatito recién nacido y sin embargo realmente una vaca en miniatura, el mayor con un vello suave, marrón y blanco, y con largas y sedosas pestañas, pocos días antes de su nacimiento. ‘¿No es un milagro lo que crea la naturaleza?’ dice el veterinario que está de guardia este día, y arroja el útero, incluido el feto, en el borboteante tragadero de basura. Y yo sé con seguridad que no puede existir Dios porque no cae ningún rayo del cielo para vengar este sacrilegio que sigue repitiéndose interminablemente.

Tampoco hay un Dios para la pobre vaca flaca que se estremece compulsivamente tirada en el pasillo helado y expuesto a las corrientes de aire delante de la celda de matanza, cuando llego a las siete de la mañana, ni nadie que se compadezca de ella dándole un rápido tiro. Cuando me voy por la tarde sigue allí tirada y se estremece: nadie la ha librado de su sufrimiento a pesar de las repetidas órdenes. Yo he aflojado el cabestro – clavado sin piedad en su carne – y le he acariciado la frente. Ella me mira con sus enormes ojos, y yo siento que las vacas pueden llorar. La culpa de tener que mirar un crimen sin poder hacer nada me pesa tanto como cometerlo. Me siento tan infinitamente culpable.

Mis manos, mi bata, mi delantal y mis botas están embadurnadas de la sangre de sus congéneres. He pasado horas debajo de la cinta transportadora, he cortado corazones, pulmones e hígados. ‘Con las vacas se pone uno siempre perdido’, acaban de advertirme. Esto es lo que quisiera contar para no tener que soportarlo sola, – pero en el fondo nadie quiere escucharlo. No es que durante este tiempo nadie me haya preguntado con frecuencia. ‘¿Qué tal en el matadero? ¡Uy, yo no podría!’

Con las uñas me grabo profundas medias lunas en la palma de la mano para no abofetear esas caras de lástima, o para no lanzar el teléfono por la ventana, – me gustaría gritar, pero hace tiempo que todo eso que contemplo día a día ha ahogado los gritos en mi garganta. Nadie me ha preguntado si yo puedo. Las reacciones a cualquier respuesta, por corta que sea, revelan malestar respecto a este tema. ’Sí, todo eso es horrible, y nosotros también comemos muy poca carne’. Con frecuencia me pinchan: ‘¡Aprieta los dientes, tienes que pasar por eso, y ya mismo estarás lista!’. Este es uno de los comentarios peores, más crueles e ignorantes, porque la masacre sigue, día a día. Yo creo que nadie ha entendido que mi problema no consiste tanto en sobrevivir los seis meses, sino en que existe este monstruoso asesinato en masa, a millones, existe para cada persona que come carne. Especialmente los comedores de carne que afirman ser amigos de los animales son para mí unos impostores de los que desconfío.