Se puede mirar dentro. Se enciende el fuego, durante unos segundos los cuerpos son sacudidos y parecen bailar una grotesca danza. Al otro lado van a parar sobre una mesa, dos matarifes los agarran, les arrancan las cerdas que han quedado, les sacan los ojos y separan las uñas de las pezuñas. Esto sólo dura un momento, aquí se trabaja a destajo. Ganchos a través de los tendones de las patas traseras, los animales muertos cuelgan de nuevo y se deslizan a un marco de acero con una especie de lanzallamas: Se oye como un ladrido y el cuerpo del animal queda envuelto en llamas y es flameado durante unos segundos. La cinta transportadora vuelve a ponerse en movimiento, lleva a la segunda nave, – la nave en la que me había pasado tres semanas. Los órganos son sacados y trabajados sobre la cinta superior: se examina la lengua, se separan y tiran las amígdalas y el esófago, se cortan los ganglios linfáticos, los pulmones van a la basura, se abren la tráquea y el corazón, se toman pruebas de triquina, se extirpa la vesícula biliar y se hacen análisis de la presencia de gusanos en el hígado. Muchos cerdos están llenos de gusanos, sus hígados están infectados de nidos de gusanos y hay que tirarlos. El resto de los órganos, como el estómago, los intestinos y el aparato reproductor se tiran a la basura. En la parte baja de la cinta transportadora se pone el cuerpo a punto para su utilización: se despedaza, se separan las extremidades, se eliminan el ano, los riñones y la grasa del riñón, se extraen el cerebro y la médula espinal, etc., luego se pone un sello en los hombros, la nuca, el lomo, la panza y las patas, se pesa y se manda a la nave de refrigeración. Los animales no aptos para el consumo son ‘confiscados provisionalmente’. Poner el sello es un trabajo pesado para los que no tienen experiencia, los cadáveres tibios y resbalosos cuelgan muy altos al final de la cinta y hay que darse prisa si uno no quiere que le hagan polvo, porque antes de llegar a la balanza golpean unos contra otros con mucho ímpetu.

Sería imposible decir cuántas veces he mirado el reloj de la sala de descanso en todos estos días. Seguro que no hay un reloj más lento en el mundo que éste. A mitad de la mañana nos permiten hacer una pausa, respirando profundamente corro a los lavabos, me limpio como puedo de sangre y los jirones de carne; tengo la sensación de que todo este pringue y este olor se me han impregnado para siempre. Quiero salir de aquí, irme lejos...

En este lugar no he podido probar bocado. Las pausas las paso fuera, da igual el frío que haga, voy hasta la alambrada de espino y me quedo mirando los campos y el límite del bosque, observo los cuervos, o voy al centro comercial al otro lado de la calle, allí hay una pequeña panadería donde puedo calentarme con una taza de café. Veinte minutos después, de vuelta a la cinta de producción.

Comer carne es un crimen. Ninguna persona que coma podrá volver jamás a ser mi amigo. Jamás. Nunca jamás. Pienso que a todos los que comen carne habría que mandarlos aquí, todos deberían verlo, desde el principio hasta el final.

Yo no estoy aquí porque quiero ser veterinaria, sino porque la gente cree que tiene que comer carne. Y no sólo eso: También porque son cobardes. El filete del supermercado, en su paquete estéril, ya no tiene ojos inundados de puro miedo a la muerte, este filete ya no grita. Todo eso se lo ahorran todos los que se alimentan de cadáveres profanados: ‘¡Uy, yo no podría!’

Un día, viene un granjero y trae una prueba de carne para el análisis de la triquina. Le acompaña su hijo pequeño, diez u once años quizás. Veo cómo el niño aplasta la nariz contra la ventana, y pienso: Si los niños vieran todo este horror, todos estos animales asesinados, ¿no habría todavía esperanza? Oigo exactamente cómo el chico llama a su padre. ‘¡Papi, mira! ¡Qué guay! La sierra grande esa de ahí.’ – Por la noche en las noticias de la televisión informan en el programa ‘Informe XY sin resolver’ sobre un crimen en el que una chica fue asesinada y descuartizada y el inmenso horror y desprecio de la población ante esta atrocidad. ‘Algo parecido he presenciado 3.700 veces esta semana’, dejo caer. Ya no soy sólo una terrorista, sino que además estoy mal de la cabeza, porque siento horror y desprecio no sólo respecto al asesinato de una persona, sino también por el asesinato de animales, pisoteados miles de veces: 3.700 veces sólo en esta semana, sólo en este matadero. Ser persona – ¿no significa esto decir que no y negarse a ser cómplice de un asesinato en masa – ¿por un pedazo de carne? Qué mundo más extraño. Quizás el mejor destino de todos nosotros lo tuvieron los diminutos terneritos, arrancados de las entrañas de sus madres, que murieron antes de nacer.

De alguna manera llegó el último de estos días interminables. En algún momento llevo en la mano el certificado de prácticas, un trozo de papel que me ha costado más caro de lo que nunca he pagado por algo. La puerta se cierra, el tímido sol de Noviembre me acompaña por el patio pelado hasta el autobús. Los chillidos y el ruido de las máquinas se atenúan. Cuando cruzo la calle gira un camión grande de transporte de animales y entra en el matadero.Cerdos apretujados en dos pisos.

Me voy sin volver la vista atrás, ahora he sido testigo y quiero tratar de olvidar para poder seguir viviendo. Que luchen los demás; a mí me han quitados las ganas en este lugar, la voluntad, la alegría de vivir, y las han cambiado por culpa y paralizante tristeza. El infierno está entre nosotros, multiplicado por miles, día a día. Pero aún hay una cosa que podemos hacer cada uno de nosotros: Decir que no. ¡No, no y no!”

(Fin del informe de la veterinaria Christiane Haupt)